Sic transit gloria mundi

Una vez invadí Polonia. Yo solito, con dos cojones. Me planté allí y ocupé un despacho. La población tuvo que aceptar la conquista y pronto se hicieron a la idea de que de Lunes a Viernes, de nueve a siete, aquel territorio pertenecía a Demóstoles I, El Conquistador. La rapidez de mis movimimientos y el factor sorpresa me permitieron anexionar territorios con facilidad, y en apenas dos días de estancia, ya había añadido una habitación a mi incipiente imperio. A diez minutos del despacho, con vistas a un lago. Cada tarde paraba en una colina camino de mi residencia y me sentaba a contemplar los bosques de Polonia alimentando mis anhelos de dominación mundial.

Mantener un territorio fragmentado es una auténtica pesadilla militar, pero ni eso ni la inferioridad numérica de cuarenta millones a uno me hicieron retroceder. Mantuve mi determinación y me batí como un jabato. Mi ferrea voluntad me deparó grandes éxitos y pronto estuve brindando con hidromiel y celebrando mis victorias. Pero como les pasó antes a Rommel, a Napoleón y a Alejandro, las lineas de suministros me acabaron fallando y me rindieron por hambre. Los astutos nativos cerraban los restaurantes antes de que yo saliera de mi despacho (maniobra que debieron aprender de los Rusos, claro) y tras dos meses de campaña, diez kilos más delgado, tuve que replegarme al sur de Europa. Cruzé la frontera con mi botín de guerra: tres libros en inglés y una taza de Yoda, sabiendo que la impronta de mi gesta había quedado grabada en el ideario colectivo de aquel país. "Mira nene" le dicen los polacos a sus hijos "si no te comes tu sopa Zurek ahora mismo, vendrá Demóstoles y se la comerá él"

A veces los amigos me paran por la calle. Demóstoles, me dicen, que delgado te veo. ¿Te estás tomando la medicación? Pero es que ellos no lo entieden... Yo, pude reinar.

Demóstoles